En un derbi londinense que prometía emociones en el campo, la victoria del Chelsea sobre el Fulham por 2-0 se convirtió en algo más que un resultado. Fue una jornada donde el protagonista principal no fue ni el balón ni los jugadores, sino la omnipresente y, para muchos, polémica figura del Árbitro Asistente de Video (VAR). Nos adentramos en un análisis de cómo la tecnología, en su afán de justicia, puede robar el alma de un partido.
Un Chelsea Afligido, pero con Fortuna
La temporada 2025-26 no está siendo un camino de rosas para los “Blues”. El Chelsea, aún sintiendo la resaca de una campaña anterior que se extendió hasta bien entrado el verano, arrastra una fatiga palpable y una lista de lesionados que haría palidecer a cualquier enfermería de batalla. Jugadores clave como Cole Palmer, Levi Colwill y Moisés Caicedo luchan contra las dolencias, y la reciente baja de Liam Delap por una lesión de isquiotibiales solo añade sal a la herida. El entrenador Enzo Maresca no oculta su preocupación por el estado físico de una plantilla que parece operar al límite de sus fuerzas.
En el terreno de juego, esta fatiga se traduce en un juego errático y, a menudo, sin la chispa que se espera de un equipo de su calibre. Si bien la posesión del balón es una constante del sistema de Maresca, su efectividad en campo contrario a menudo se desvanece en un laberinto de pases sin profundidad. Frente a un Fulham bien plantado, el Chelsea se mostró vulnerable, su defensa alta perforada con una facilidad preocupante. Parecía un equipo que, para salir a flote, necesitaba algo más que su propia pericia; necesitaba una mano amiga, quizás del destino, o, como se vio, de la tecnología.
El Fulham: La Promesa Rota y la Ira Contenida
Del otro lado, el Fulham llegaba a Stamford Bridge con la ambición de aprovechar la inestabilidad de su vecino. Y durante amplios tramos de la primera mitad, lo lograron. Mostraron valentía, organización y una notable capacidad para desarmar la presión del Chelsea. Su momento cumbre llegó a los 21 minutos, cuando el joven Josh King, en una demostración de frialdad impropia de un jugador de 18 años, culminó un contraataque elegante con un gol que desató la euforia visitante. O al menos, así lo pareció.
Pero el júbilo duró lo que tarda una revisión de VAR. La jugada se detuvo, el ojo escrutador de la tecnología se posó sobre cada milímetro y, en una decisión que generaría un torbellino de críticas, el árbitro Robert Jones anuló el tanto. La razón: un “desafío descuidado” de Rodrigo Muniz sobre Trevoh Chalobah en la fase de construcción. La ironía aquí es que, para muchos, el “descuido” bien podría haber sido del propio Chalobah al interponer su pierna. La reacción fue inmediata y furiosa; exfiguras del fútbol británico calificaron la decisión como “una de las peores vistas”. Para Josh King, la anulación de su gol soñado, anotado frente al equipo de su infancia, fue un golpe devastador, una lección prematura sobre la crueldad del fútbol moderno y la fría arbitrariedad del VAR.
“Se va a casa sin entender por qué el gol fue anulado,” lamentó Marco Silva, el técnico del Fulham, con una frustración palpable. “Le dije que se prepare, porque desafortunadamente va a suceder muchas veces que no entenderá el fútbol en el futuro. Y si vistes la camiseta del Fulham, probablemente tampoco entenderás muchas cosas.”
El VAR: Un Narrador Controvertido que Revisa el Guion
Si la anulación del gol de King fue un trago amargo, lo que siguió solo sirvió para ahondar la herida del Fulham. La primera parte se extendió por ocho minutos de añadido, producto de la larga revisión. Y como si el destino se ensañara con el equipo visitante, João Pedro marcó el primer gol del Chelsea en el noveno minuto de ese tiempo extra, con un cabezazo que silenció las protestas del Fulham. El semblante de Marco Silva lo decía todo: la frustración era palpable, casi cómica en su intensidad.
Pero la intervención del VAR no había terminado. En la segunda mitad, otra mano –esta vez de Ryan Sessegnon– dentro del área del Fulham llevó a un nuevo escrutinio. El penalti fue concedido y Enzo Fernández lo transformó en el 2-0 definitivo. Sin embargo, la indignación del Fulham radicaba en que, en la misma secuencia de juego, sus jugadores habían detectado posibles infracciones del Chelsea (una supuesta mano de João Pedro, un pisotón de Caicedo sobre Alex Iwobi) que el VAR, inexplicablemente para ellos, decidió ignorar. Los jugadores del Fulham, tras ver las repeticiones en pantalla, solo pudieron reír de incredulidad, una risa que sonaba más a impotencia que a humor.
¿Un Juego Justo o una Búsqueda Obsesiva de la Perfección?
Este partido se convierte en un nuevo capítulo de la ya eterna saga del VAR. Lejos de la promesa de corregir “errores claros y obvios”, la tecnología parece haber introducido una capa de subjetividad aún mayor, transformando el fútbol en un espectáculo donde la interrupción constante y la disección microscópica de cada jugada priman sobre el flujo natural del partido. La figura del árbitro de campo, una vez el centro de la autoridad y la toma de decisiones, ahora se ve relegada a un ejecutor de dictámenes externos, despojando al juego de su imprevisibilidad y, para muchos, de su alma. La emoción cruda de un gol, o la desesperación de un error, se disuelven en la espera de una revisión que puede anularlo todo.
La victoria del Chelsea, aunque crucial para sus aspiraciones en medio de su crisis de lesiones, queda empañada por la controversia. Y el Fulham, que sintió haber sido el mejor equipo durante la primera mitad, se marcha con la amarga sensación de no haber sido derrotado por un rival superior, sino por interpretaciones dudosas de una tecnología que, en su afán de justicia, a menudo genera más injusticia percibida. En un deporte donde un gol puede cambiarlo todo, la intervención del VAR no es solo una corrección técnica; es, a veces, una reescritura del guion, con consecuencias que van mucho más allá del pitido final.
Mientras el debate sobre la implementación y el espíritu del VAR continúa, partidos como este de la Premier League sirven como un recordatorio punzante de que, en la búsqueda implacable de la perfección y la objetividad, el fútbol corre el riesgo de perder su esencia: un juego humano, con errores humanos, y una pasión que no necesita ser diseccionada en un monitor, sino sentida y vivida en el campo y en las gradas.