El fútbol, un universo de gritos, cánticos y emociones desbordadas, a veces elige el silencio como su más potente declaración. No es una pausa técnica, ni una interrupción forzada, sino un acto deliberado de memoria y respeto. La Liga Portugal ha decretado justamente eso: un minuto de silencio que envolverá cada estadio de la Liga Portugal Betclic y la Liga Portugal 2 Meu Super entre los días 8 y 11 de agosto. La razón es un homenaje póstumo a Jorge Costa, una figura cuyo nombre, para muchos, es sinónimo de la historia, la pasión y, en ocasiones, la inquebrantable determinación del balompié luso.
La Estatura de una Leyenda Olvidada (o No Tanto)
Jorge Costa, cuyo fallecimiento se anunció el pasado 5 de agosto de 2025, no fue un mero actor secundario en el vasto escenario del fútbol portugués. Fue, en el sentido más puro de la palabra, un titán. En su juventud, se le conocía como un zaguero central de roca, de esos cuya mera presencia en el campo hacía que los delanteros rivales se lo pensaran dos veces antes de intentar un regate. Su carrera como jugador lo llevó a defender los colores de clubes con solera, forjando una reputación de líder férreo, dotado de una visión táctica envidiable y una capacidad de anticipación que, según las leyendas, aún resuenan en las pesadillas de sus antiguos adversarios. No buscaba la filigrana, sino la eficacia; no el aplauso fácil, sino la defensa inexpugnable del honor de su camiseta.
Pero la influencia de Costa trascendió el rectángulo verde. Tras colgar las botas, se aventuró en los laberínticos caminos de la dirección técnica y la gestión deportiva. Fue un estratega metódico en los banquillos, célebre por su disciplina casi militar y una fe inquebrantable en el trabajo duro. Su obstinación, a veces una virtud, otras un desafío, le granjeó tanto victorias resonantes como roces memorables. En los despachos, su pragmatismo y su visión genuinamente internacional fueron cruciales para la reestructuración de varias entidades, demostrando que su legado se extendía mucho más allá del gol o la parada. Su “dimensión internacional”, como bien subraya el comunicado de la Liga Portugal, no era un mero eufemismo; era el testimonio de una vida dedicada a empujar los límites del deporte rey, dejando una impronta palpable desde los campos lusos hasta, quizás, algún rincón exótico donde su sapiencia fue requerida.
El Minuto de Silencio: Más que un Protocolo Vacío
En un deporte que vive y respira del estruendo, la ovación y el fervor desenfrenado de las gradas, un minuto de silencio emerge como un contrapunto ensordecedor. Es una pausa obligatoria para la reflexión, un reconocimiento colectivo de que, por encima de las rivalidades acérrimas y la euforia momentánea, subyace un hilo conductor de humanidad y respeto mutuo. Para Jorge Costa, este silencio no es un simple formalismo; es un potente recordatorio de que su legado no se mide exclusivamente en trofeos o estadísticas frías, sino en la huella indeleble que dejó en generaciones de jugadores, apasionados aficionados y sagaces dirigentes. Es la manera en que la gran y a veces disfuncional familia del fútbol le susurra un “gracias” unánime.
Resulta irónico, ¿no? En una era donde la atención se fragmenta en milisegundos y la viralidad se mide en clics fugaces, la Liga Portugal elige precisamente el silencio para amplificar un mensaje. Quizás sea una sutil demostración de que algunas historias merecen ser escuchadas con una reverencia casi solemne, y ciertos legados, sentidos en la más profunda quietud. Este minuto de reflexión no solo nos invita a recordar al futbolista impecable o al entrenador tenaz, sino al hombre que, con sus aciertos luminosos y sus peculiares manías, dedicó su existencia a la pelota y a la compleja estrategia que la rodea.
El legado de Jorge Costa, con sus inevitables claroscuros y su innegable impacto, perdurará. Y mientras los balones vuelvan a rodar con su ímpetu habitual a partir del 8 de agosto, el eco de ese silencio, dedicado a un gigante del fútbol portugués, resonará mucho más allá de las gradas, sean estas vacías o repletas. Porque, en ocasiones, las palabras se vuelven superfluas y es el silencio el que lo dice absolutamente todo.